viernes, julio 09, 2010

EL Necropolita - XXVI


XXVI



Efrén volvió a subir al vehículo e inmediatamente enfiló a toda velocidad la cuyo nombre premonizaba el final de su gesta: Victoria Kent.
La gente de las aceras se abalanzaba sobre la furgoneta para, según Efrén, alcanzar más rápidamente el cielo que su mesías les traía tan amablemente. Sin excepciones de raza, sexo, religión o edad, todos eran salvados con embestidas del metálico corcel que Efrén cabalgaba. Sabía muy bien que los gritos de los niños eran una muestra de que habían alcanzado el estado de máxima excitación mística, propia de los estados próximos a la DIVINIDAD. Efrén estaba emocionándose y enormes lágrimas brotaban de sus cansados ojos de dilatadas pupilas. ¡Era tan bella su labor! Pero sabía que aquél que le encomendó el mandato no podía abandonarle en aquellos instantes apocalípticos en los que por fin culminaba su grandiosa hazaña, Tarde o temprano la mano del hacedor se manifestaría físicamente.
Estaba llegando a las proximidades del C.P. Baix Vinalopó. Eran los primeros días del curso y muchos colegiales se agolpaban a la salida del centro, esperando, probablemente, que Efrén se apiadase de ellos — ¡¡Dejad que los niños se acerquen a mí!! — gritaba Efrén citando al que había sido su ejemplo en su nueva vida de total entrega a los demás.
Traqueteando por las escaleras de bajada, la furgoneta atrajo los cuerpos de los niños. Sus brazos abiertos eran sin duda la expresión de la alegría con que recibían su martirizante bautismo de dolor. «¡Mmmmm!» cierto placer fetichista aparecía en la entrepierna de Efrén al oir el CRUNCH, CRASH, BLUMP con que sus víctimas le obsequiaban. Era una sublime sinfonía la que se arremolinaba bajo las ruedas de la furgoneta.

Seguro que fue voluntad divina que el puente de Altamira estuviese casi totalmente vacío, puesto que al girar Efrén hacia él, avistó en la lejanía el diligente ejército de ángeles inmaculados que esperaban para conducirle con menor dificultad hasta el lugar de la batalla final.
Sonaban las celestiales campanas de Sta. María. Efrén pensó «Dios ha elegido expresamente este Día». Los bellísimos cantos de la representación extraordinaria de El Misteri seguían el compás de las mareas mentales de Efrén.
Recorrió a toda velocidad la plaza del Congreso Eucarístico y una gran cantidad de ángeles blancos se unieron a su montura y alargando robustos brazos, casi metálicos, ensartaban los numerosos cuerpos de infelices infectos que allí se congregaban.
Efrén tuvo que dar varias pasadas para asegurarse de que el trabajo quedaba bien hecho, aunque sabía que aún no había llegado al foco definitivo de infección y no debía demorarse.

Por el carrer ample llegó enseguida a la acogedora Glorieta, donde un pequeño tic le recordó cierta clase de gente que poblaba estos lares, aquellos que deambulaban por la Corredora, entrando y saliendo frenéticamente de los numerosos comercios conde a cambio de billetes despachaban cosas.

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