sábado, septiembre 29, 2007

EN TORNO AL ORIGEN DE LA MUERTE


En torno al origen de la vida se han vertido ríos de tinta, anegado marjales, colmado pozales y humedecido lacrimales. Una cosa está clara: el origen de la vida es la muerte, porque si antes no había vida es porque había muerte (conjuntos disjuntos).Que si la vida se originó en el agua porque una descarga eléctrica de un rayo… que si volcanes e interacciones químicas con gases… que si un meteorito allegó desde el sideral espacio con bichos incrustados… que si Dios todo lo podía… La verdad, ¿no os recuerdan todas estas explicaciones a las que daban los primeros sofistas de la vieja Grecia sobre el origen de los fenómenos de la naturaleza (el rayo, la lluvia, el trueno, la nieve, el viento, el movimiento celeste…)?

Así de ridículos nos verán los hombres del porvenir, por dudar de semejante trivialidad. Evidentemente, el origen de la vida en el planeta Tierra está en un aerolito que arribó desde los arcanos del ¡¡¡ESPACIO SIDERAL!!!

Intentaré explicarme. Si hay un patrón que se repite inexorablemente a lo largo de la historia de la ciencia, es el error. Es decir, lo que un día se consideraba como verdad científica –y por tanto indubitable- a los pocos años o siglos aparecía un científico que demostraba su falsedad y exponía su nueva tesis, cuyos axiomas eran también ¡¡¡INDUBITABLES!!! Los casos más escandalosos –por citar algunos que ahora me alumbran las glías- son los de la mecánica celeste. Que si la Tierra es el centro del Universo; que no, que es el Sol; que no, que es el número pi en la entropía de un agujero negro que tejieron las Divinas Hacedoras de Ganchillo Interestelar… Porno hablar de las “verdades” matemáticas: a los veinte siglos de ¡¡¡INDUBITABLE!!! lógica aristotélica nos despierta la lógica modal; a los mil y un siglos de imperturbable geometría euclídea el destino nos ensarta las geometrías no-euclídeas, Lobachevski (bella la seudoesfera y su revolucionaria tractriz), Riemann… aunque, todo hay que decirlo, Euclides fue el primer precursor de la geometría no-euclídea al confesar sus recelos sobre el quinto postulado (para una aprehensión no menor, tenga a bien el lector en escrutar la nada porfírica obra intitulada “La idealidad del espacio: la filosofía trascendental y el desarrollo de la geometría” del genial Ricardo Parellada). Y, por si faltaba algo, en el siglo XX (que algún día los justos historiadores recordarán como "el siglo de las pocas luces") viene un pusilánime enfermizo, Gödel, y demuestra que los pilares en los que se asienta la matemática son de plastilina. Sin aquellas geometrías no euclídeas, el farsante Einstein -ya va siendo hora de que pongamos en su sitio a este mediocre funambulista, y en breve os brindaré el artículo que estoy cargando como un soldado raso carga una bala de cañón de plomo (¿¡qué digo plomo!? ¡de osmio!)- no habría podido “descubrir”, “deducir” “su” teoría de la relatividad “general”, y postergar la anterior "verdad" la del alquimista Newton, al baúl de los olvidos.

En resumen, yo creo (¿creer es una cuestión de fe o de voluntad?) que la vida no se originó en la Tierra. El motivo no es otro que el de eludir el antropocentrismo y geocentrismo que ha mancillado durante tantos siglos al saber científico. Pensar lo contrario es tan iluso como que Thor trae el trueno. Reconozco que mis argumentos son un tanto endebles pero, ¿acaso no son más endebles las endibias?

jueves, septiembre 20, 2007

TAMERLÁN (1336-1405)

Mi reino es de este mundo. Carceleros
y cárceles y espadas ejecutan
la orden que no repito. Mi palabra
más ínfima es de hierro. Hasta el secreto
corazón de las gentes que no oyeron
nunca mi nombre en su confín lejano
es instrumento dócil a mi arbitrio.
Yo, que fui un rabadán de la llanura,
he izado mis banderas en Persépolis
y he abrevado la sed de mis caballos
en las aguas del Ganges y del Oxus.
Cuando nací, cayó del firmamento
una espada con signos talismánicos;
yo soy, yo seré siempre, aquella espada.
He derrotado al griego y al egipcio,
he devastado las infatigables
leguas de Rusia con mis duros tártaros,
he elevado pirámides de cráneos,
he uncido a mi carroza cuatro reyes
que no quisieron acatar mi cetro,
he arrojado a las llamas en Alepo
el Alcorán, el Libro de los Libros,
anterior a los días y a las noches.
Yo, el rojo Tamerlán, tuve en mi abrazo
a la blanca Zenócrate de Egipto,
casta como la nieve de las cumbres.
Recuerdo pesadas caravanas
y las nubes de polvo del desierto,
pero también una ciudad de humo
y mecheros de gas en las tabernas.
Sé todo y puedo todo. Un ominoso
libro no escrito aún me ha revelado
que moriré como los otros mueren
y que, desde la pálida agonía,
ordenaré que mis arqueros lancen
flechas de hierro contra el cielo adverso
y embanderen de negro el firmamento
para que no haya un hombre que no sepa
que los dioses han muerto. Soy los dioses.
Que otros acudan a la astrología
judiciaria, al compás y al astrolabio,
para saber qué son. Yo soy los astros.
En las albas inciertas me pregunto
por qué no salgo nunca de esta cámara,
por qué no condesciendo al homenaje
del clamoroso Oriente. Sueño a veces
con esclavos, con intrusos, que mancillan
a Tamerlán con temeraria mano
y le dicen que duerma y que no deje
de tomar cada noche las pastillas
mágicas de la paz y del silencio.
Busco la cimitarra y no la encuentro.
Busco mi cara en el espejo; es otra.
Por eso lo rompí y me castigaron.
¿Por qué no asisto a las ejecuciones,
por qué no veo el hacha y la cabeza?
Esas cosas me inquietan, pero nada
puede ocurrir si Tamerlán se opone
y Él, acaso, las quiere y no lo sabe.
Y yo soy Tamerlán. Rijo el Poniente
y el Oriente de oro, y sin embargo…


Como ya habréis adivinado, este poema es
de mi querido amigo Jorge Borges, que canta
al Gran Tamerlán (conocido entre otras hazañas
por haber ideado un ajedrez que lleva su nombre)
La belleza que rezuma
no es menos inexpresable que inasible,
aunque más adelante intentaré desgranar
los versos para vagamente lucubrar su
varia significación.
(Ejercicios de infame ante tan alta torre de marfil).
Hay otros poemas que “la crítica” ha calificado
como infinitamente mejores, pero he aquí
mi derecho a discrepar. Mi objetivo
ha sido ser subjetivo.