viernes, junio 04, 2010

El Necropolita - XXI



XXI



Otro día, otro cargamento. La protervia de Efrén era mayúscula.
¿Hacía realmente la voluntad de su dios (o algo así)?
Su mente le decía que sí, pero eso sólo era la excusa que, como todo buen psicópata, construyó sin querer en su intelecto ya que la perversidad de todos sus asesinatos era atroz.
El segundo retén de obreros estaba formado por una treintena de personas, de las cuales dos tercios eran varones. Efrén despertó “casualmente” cuando todos ellos habían cavado largo rato y también por casualidad sólo quedaba un furgón bien visible con el típico letrero de letras blancas sobre rojo. Rápidamente afloró todo su instinto, su miedo, su necesidad de cumplir el mandato supremo, llevar la salvación a aquellos pobres e indefensos infectos.
Bajó la colina acechante junto a María y un juego de cuchillos japoneses que había preparado ¿antes? ¿de verdad? Sus emboscadas no tenían igual y caían como moscas. Si alguna clase de ser superior parecida a lo que Efrén tenía en mente existiese, seguro se materializaría para cortarle las pelotas a rodajitas, porque la saña con que actuaba en sus matanzas era extrema.
En esta ocasión no se conformó con matarles puesto que una vez hubo abatido una docena y malherido a los restantes, tuvo la osadía de acercarse y, con unos movimientos magistrales, paseó el filo de los cuchillos por el gaznate sangrante de muchos de ellos. Despacio, suave, el arma blanca se teñía de grana deslizando de fenómenos y en su mente enferma aparecieron un par de macabras ideas. Las materializó. Como era habitual, una música celestial acompañaba la génesis de estas. Desvió su cuchillo a otro punto más bajo y ambas, junto con el apéndice, fueron cortadas con un tajo totalmente limpio en un cuarteto de hombres. Su primera idea fue inspiración divina. Una voz le dijo: ”Efrén, probablemente de las tres mujeres que restan vivas y agonizantes alguna esté ligeramente embarazada”. Raudo y sin pensarlo una sola vez, reventó los vientres de toda fémina viviente o no. Ahora las vísceras adornaban la escena de una manera muy apropiada. Las dos últimas personas que tuvieron la desgracia de sobrevivir un poco más, recibieron finalmente su misericordia acompañada de plomo en la cabeza.

Así acabó su segunda jornada y, velozmente, se dirigió a la necrópolis, pues tuvo la sensación de que era vigilado. «¿Por algún infectado?», pensó con terror.
Efrén no lo sabía aún, pero en su decreciente capacidad de análisis lógico, se estaba gestando una idea muy concreta. Cuando realizaba su labor, de algún modo tenía la sensación de estar pescando en un pequeño charquito de una cala: los peces saltaban al anzuelo y él sólo tenía que mover la caña (en este caso la escopeta) para recoger aquello que las olas le traían. Sin embargo, el rugido del mar abierto era un constante tronar en sus oídos, de manera que incluso podía escuchar algo parecido al cántico hipnótico de las sirenas — Efrén, péscanos, estamos enfermas.


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El Necropolita - XXI by Francisco Marí Coig y Juan Pastor Serrano is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 España License.

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