viernes, marzo 26, 2010

El Necropolita - XI




XI


P. Brotons descubrió su verdadera naturaleza a los diez años de edad. En el colegio donde estudiaba (por supuesto, religioso y de pago), existía un vieja tradición muy arraigada entre los niños de grados inferiores: las carreras de caracoles.

P. Brotons, por entonces “Pablito”, tenía el más veloz de los corredores metido en una caja de zapatillas “Paredes”. El susodicho animal había sido bautizado como “Estrella fugaz”, y realmente era veloz (todo lo veloz que puede ser un bicho que se arrastra sin extremidades). Pablito estaba muy orgulloso de él. Pasaba largos ratos observándolo, e incluso cuando nadie le veía, le recitaba poemas de su propia invención para darle ánimos. La verdad es que por aquél entonces, Brotons ya no estaba muy en sus cabales (eso decía el psicólogo del centro a sus estrictos y temerosos de Dios progenitores). Cierto es que costumbres como la de hablar a una babosa, comerse los restos de bocadillo que sus compañeros arrojaban a la basura, incluso hablar consigo mismo cuando no se sentía vigilado, habían contribuido a formar imagen extravagante de Pablito ante los ojos de terceros. Pero, y aún a pesar de los numerosos castigos a los que sus padres le sometieron como consecuencia de aquellas rarezas, el pequeño mantuvo una cierta estabilidad. Pero el día 24 de mayo del sexto curso de Pablito, algo se desconectó para siempre en su alma. Era el día de la Patrona del Colegio, y todos los muchachos (el colegio no era mixto) disfrutaban de una soleada mañana de ocio amenizada por los juegos que los curas habían organizado en el extenso patio del colegio. Había carreras de sacos, gyncana, campeonato de triples e incluso mesas de ajedrez para los más intelectuales. Pero la mayoría de los chiquillos prefería divertirse a su aire, con sus propias actividades, normalmente al borde de lo prohibido. En un extremo del recinto, cerca de una inmensa pinada, varios de aquellos mozos formaban un moderadamente concurrido círculo de espectadores. Se trataba de la carrera de caracoles. El “Alma Mater” de los divertimentos al aire libre. En el centro del grupo, Pablito animaba a su caracol, “Estrella fugaz”, a correr hacia la meta marcada con dos palitos de chupa-chups fijados en la arena. El otro contendiente, llamado simplemente “Babas”, pertenecía a Martínez, un repetidor del último curso que, según decían, lo era para vengarse de los que abusaron de él durante su E.G.B., aunque fuera sobre otras personas distintas. Pablito gritaba extasiado. ¡Estrella fugaz iba a ganar! Pero entonces Martínez decidió que aquello no iba a ocurrir de ninguna manera, y con un ademán profundamente despectivo y ante la indescriptiblemente aterrada mirada de Pablito, aplastó el caracol de éste de un tremendo pisotón. Por un momento todo el mundo calló. Luego Martínez se echó a reir, y, cogiendo a su “competidor” del suelo, dio media vuelta con intención de irse.

De repente todas la miradas se fijaron en Pablito. Algo no iba bien en su rostro. Sus ojos parecían haber adquirido una inquietante expresión fija. También había algo peculiar en su respiración. El ritmo era frenético, casi inhumano. Un sacerdote había dicho que el demonio estaba entrando en él. Y así era, en cierto modo, puesto que lo que más tarde le hizo a aquél muchacho repetidor en uno de los desiertos pasillos del ala norte no podía responder más que a una mentalidad diabólicamente organizada.

Nadie supo cómo Pablito Brotons consiguió que un muchacho de dos veces su tamaño se comiera todas aquellas lombrices a bocados. Pero lo peor no fue eso. Lo peor fue que Martínez, de alguna manera coaccionado por la voluntad de Pablito, vomitó toda aquella masa gris-marrón de insecto regurgitado sobre el atónito rostro del director del colegio. Martínez, o más bien Pablito según los rumores, había esperado para la “descarga del material” al momento en que el director, Don Justo, se agachaba para coger el libro de cantos, y justo en ese instante de la misa, adelantándose hacia el cura, le roció con una desagradable papilla de inmundicia toda su perfecta y pulida calva. Aquel día de mayo el mundo entero supo que la compasión de Brotons, definitivamente, había fallecido.



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El Necropolita - XI by Francisco Marí Coig y Juan Pastor Serrano is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 España License.

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