El innumerable contador
Los primeros pobladores vivían cualitativamente: no contaban el número de discos de fuego o lunas cambiantes en el cielo, les bastaba saber que era de día o que no; las nubes no traían lluvia como para llenar los pozos hasta esta altura o hasta esta otra, sencillamente los agricultores se congratulaban de la dádiva; no había más moneda de cambio que la confianza entre unos y otros; el número de habitantes bastaba y los libros no eran necesarios.
La mayoría de los forasteros pasaban por el lugar a comerciar, estaban un tiempo y después se marchaban. Pero el último extranjero que llegó, que vino solo, resolvió quedarse. Pronto comenzaron a inquietarse los oriundos: aquel extraño vicio de leer parecía una conducta feral y del todo improductiva, así que no tardaron en marginarlo. El extranjero entendió que la primera etapa de su plan estaba conclusa y pasó a la siguiente: comenzó a hablar desde el ágora. Al principio platicaba solo o para sí, pero los curiosos en seguida se pararon a escuchar. Su clara dicción, su largo saber, su tino, el sugestivo tono, acaudillaron rápidamente los oídos de todos los hombres. Les contó que contar era digno y que renunciar a su mundo cualitativo sería de provecho común.
Fue así que, como maravillados, como embaucados, lo eligieron Rey.
Émulo de una lejana ciudad que dejó atrás en sus periplos por el mundo, el nuevo rey ordenó levantar una edificación que albergara los libros que los comerciantes y nómadas traían desde remotos poblados y nombró bibliotecario al que, en tiempos binarios, fuera inspector de mercados de aves de corral. De entre todas las áreas de conocimiento la que más cautivó fue la matemática, hasta entonces tan innecesaria, pero también gustó la taxidermia y no faltó quien se afanara en deglutir volúmenes de reputados entomólogos o lejanos historiadores. También dispuso construir una descomunal clepsidra en el centro de la plaza.
El rey sopesó el retraso cultural del pueblo, y consideró que había llegado el momento de empezar a cuantificar. Se aprobó el calendario, con días fastos y nefastos; se dispusieron limnímetros en los pozos; se acuñaron monedas; se censó la población y se escribieron tesauros y catálogos y catálogos de catálogos.
Las gentes acogieron con ilusión infantil los nuevos cambios, y aclamaron a su Rey.
No contento con esto, llevado quizá por la ambición o la vanidad, ordenó que se cuantificara todo el poblado: el número de las casas, de puertas, de ventanas, de cabras, de ovejas, de vacas, de perros, de ratas… se registró también el número de aves avistadas y de nubes, las estrellas, las piedras, los árboles y sus ramas y sus hojas… se censaron las hormigas y las mariposas, las sombras, los caracoles y el número de aullidos en las noches, las moscas, las mulas… se hizo inventario de besos y reproches (se pudo comprobar que guardaban relación)… mandó fabricar rudimentarios teodolitos que recogían la orografía, y los funcionarios pasaban las jornadas barriendo cada arroba de tierra y anotando con minuciosidad patológica, las cantidades. El primer día que llovió al poco de la coronación del extranjero, se repartieron los funcionarios por todas las lindes, a razón de uno por cada diez arrobas cuadradas, para contar el número de gotas que caían a cada uno y poder así extrapolar a toda la región una estimación estadística de la cantidad de agua que recibida por el poblado entero.
Como muestra ejemplar de su infinita bondad, el Rey legisló que el hombre más delgado ocupara el puesto de Anemómetro Oficial de la Corona, cargo que ostentaría hasta engordar. Los jueces repartían verbómetros gratuitos en los portales, y los niños probos eran obsequiados con ábacos de bolas.
No conforme todavía, ávido de numerar lo dilatado de sus posesiones, quiso que se contasen uno por uno los granos de tierra que componían los bancales. Pensó que su pléyade de funcionarios no bastaría y conminó que cada habitante dejara de lado sus menesteres diarios y se implicara en la regia labor. Cada papiro rellenado en apuntes se llevaba después a la biblioteca y allí se registraba y se ordenaba en su anaquel correspondiente; pronto comenzó a quedarse pequeña y hubo que obrar su ampliación El recuento se alargó tan sólo siete años, cuatro meses, seis días y medio Sol del siguiente, gracias a que los más sensatos -en secreto, pues arriesgaron sus vidas y esto después se supo- inventaban cantidades y obviaban adiciones.
Cuando ya todos los hombres y mujeres y niños y ancianos habían quedado tan exhaustos que empezaban a añorar su anterior existir cualitativo y a sopesar el magnicidio, el Rey, extraño a las verdaderas necesidades de su pueblo, declaró que había llegado el momento de emprender una tarea superior, la más grande y jamás realizada por nadie en ningún tiempo, aquella por la que sería recordado hasta las eternidades: decidió que era menester cuantificar el mundo.
Pertrechadas unas mulas con pesados montones de papiros, otras con toneles de tinta, comenzarían los hombres –con su rey al frente- a barrer franjas paralelas de tierras en la dirección en que el Sol se pone a salir, dejando señales por donde pasaran para evitar recuentos u olvidos; en los mares sólo se computarían las olas; en los desiertos los granos y las dunas. Llegados a un extremo del mundo, desandarían el camino hasta volver al poblado por la franja inmediatamente superior, en dirección al horizonte que preludia la noche. Habría un descanso cada media jornada y avituallamiento cada noche. Después seguirían hasta el otro confín, y volverían de nuevo, y otra vez. Habida cuenta de las geografías conocidas hasta la fecha, el pronóstico revelaba que bastarían doscientas catorce generaciones para cifrar el universo. Valía la pena intentarlo.
Como el lector ya habrá adivinado, esta magnífica caravana nunca llegó a partir. Al terminar la exposición de su desaforado plan, una histeria colectiva propició una instintiva lluvia de piedras que le borró el rostro y lo acabaron, allí mismo, en el ágora donde predicó La Numeración por primera vez. Su tumba no mereció inscripción alguna, salvo una mayúscula uve del revés como símbolo del cuantificador universal, para que los descendientes del lugar no olvidaran nunca lo ocurrido. Los ganaderos vieron en la clepsidra un apropiado abrevadero y habilitaron la biblioteca para dar cabida a las bestias. El pueblo recuperó su carácter cualitativo –antepuso la calidad a la cantidad- y se prohibió contar, incluso, esta historia. Pero nos ha llegado que todavía hoy a los niños les amputan los veinte dedos al nacer, y que aun así se han apañado generación tras generación, fabricando utensilios con ayuda de los dientes y el hambre no pasa por ellos y esto les basta para perpetuarse innumerablemente.
La mayoría de los forasteros pasaban por el lugar a comerciar, estaban un tiempo y después se marchaban. Pero el último extranjero que llegó, que vino solo, resolvió quedarse. Pronto comenzaron a inquietarse los oriundos: aquel extraño vicio de leer parecía una conducta feral y del todo improductiva, así que no tardaron en marginarlo. El extranjero entendió que la primera etapa de su plan estaba conclusa y pasó a la siguiente: comenzó a hablar desde el ágora. Al principio platicaba solo o para sí, pero los curiosos en seguida se pararon a escuchar. Su clara dicción, su largo saber, su tino, el sugestivo tono, acaudillaron rápidamente los oídos de todos los hombres. Les contó que contar era digno y que renunciar a su mundo cualitativo sería de provecho común.
Fue así que, como maravillados, como embaucados, lo eligieron Rey.
Émulo de una lejana ciudad que dejó atrás en sus periplos por el mundo, el nuevo rey ordenó levantar una edificación que albergara los libros que los comerciantes y nómadas traían desde remotos poblados y nombró bibliotecario al que, en tiempos binarios, fuera inspector de mercados de aves de corral. De entre todas las áreas de conocimiento la que más cautivó fue la matemática, hasta entonces tan innecesaria, pero también gustó la taxidermia y no faltó quien se afanara en deglutir volúmenes de reputados entomólogos o lejanos historiadores. También dispuso construir una descomunal clepsidra en el centro de la plaza.
El rey sopesó el retraso cultural del pueblo, y consideró que había llegado el momento de empezar a cuantificar. Se aprobó el calendario, con días fastos y nefastos; se dispusieron limnímetros en los pozos; se acuñaron monedas; se censó la población y se escribieron tesauros y catálogos y catálogos de catálogos.
Las gentes acogieron con ilusión infantil los nuevos cambios, y aclamaron a su Rey.
No contento con esto, llevado quizá por la ambición o la vanidad, ordenó que se cuantificara todo el poblado: el número de las casas, de puertas, de ventanas, de cabras, de ovejas, de vacas, de perros, de ratas… se registró también el número de aves avistadas y de nubes, las estrellas, las piedras, los árboles y sus ramas y sus hojas… se censaron las hormigas y las mariposas, las sombras, los caracoles y el número de aullidos en las noches, las moscas, las mulas… se hizo inventario de besos y reproches (se pudo comprobar que guardaban relación)… mandó fabricar rudimentarios teodolitos que recogían la orografía, y los funcionarios pasaban las jornadas barriendo cada arroba de tierra y anotando con minuciosidad patológica, las cantidades. El primer día que llovió al poco de la coronación del extranjero, se repartieron los funcionarios por todas las lindes, a razón de uno por cada diez arrobas cuadradas, para contar el número de gotas que caían a cada uno y poder así extrapolar a toda la región una estimación estadística de la cantidad de agua que recibida por el poblado entero.
Como muestra ejemplar de su infinita bondad, el Rey legisló que el hombre más delgado ocupara el puesto de Anemómetro Oficial de la Corona, cargo que ostentaría hasta engordar. Los jueces repartían verbómetros gratuitos en los portales, y los niños probos eran obsequiados con ábacos de bolas.
No conforme todavía, ávido de numerar lo dilatado de sus posesiones, quiso que se contasen uno por uno los granos de tierra que componían los bancales. Pensó que su pléyade de funcionarios no bastaría y conminó que cada habitante dejara de lado sus menesteres diarios y se implicara en la regia labor. Cada papiro rellenado en apuntes se llevaba después a la biblioteca y allí se registraba y se ordenaba en su anaquel correspondiente; pronto comenzó a quedarse pequeña y hubo que obrar su ampliación El recuento se alargó tan sólo siete años, cuatro meses, seis días y medio Sol del siguiente, gracias a que los más sensatos -en secreto, pues arriesgaron sus vidas y esto después se supo- inventaban cantidades y obviaban adiciones.
Cuando ya todos los hombres y mujeres y niños y ancianos habían quedado tan exhaustos que empezaban a añorar su anterior existir cualitativo y a sopesar el magnicidio, el Rey, extraño a las verdaderas necesidades de su pueblo, declaró que había llegado el momento de emprender una tarea superior, la más grande y jamás realizada por nadie en ningún tiempo, aquella por la que sería recordado hasta las eternidades: decidió que era menester cuantificar el mundo.
Pertrechadas unas mulas con pesados montones de papiros, otras con toneles de tinta, comenzarían los hombres –con su rey al frente- a barrer franjas paralelas de tierras en la dirección en que el Sol se pone a salir, dejando señales por donde pasaran para evitar recuentos u olvidos; en los mares sólo se computarían las olas; en los desiertos los granos y las dunas. Llegados a un extremo del mundo, desandarían el camino hasta volver al poblado por la franja inmediatamente superior, en dirección al horizonte que preludia la noche. Habría un descanso cada media jornada y avituallamiento cada noche. Después seguirían hasta el otro confín, y volverían de nuevo, y otra vez. Habida cuenta de las geografías conocidas hasta la fecha, el pronóstico revelaba que bastarían doscientas catorce generaciones para cifrar el universo. Valía la pena intentarlo.
Como el lector ya habrá adivinado, esta magnífica caravana nunca llegó a partir. Al terminar la exposición de su desaforado plan, una histeria colectiva propició una instintiva lluvia de piedras que le borró el rostro y lo acabaron, allí mismo, en el ágora donde predicó La Numeración por primera vez. Su tumba no mereció inscripción alguna, salvo una mayúscula uve del revés como símbolo del cuantificador universal, para que los descendientes del lugar no olvidaran nunca lo ocurrido. Los ganaderos vieron en la clepsidra un apropiado abrevadero y habilitaron la biblioteca para dar cabida a las bestias. El pueblo recuperó su carácter cualitativo –antepuso la calidad a la cantidad- y se prohibió contar, incluso, esta historia. Pero nos ha llegado que todavía hoy a los niños les amputan los veinte dedos al nacer, y que aun así se han apañado generación tras generación, fabricando utensilios con ayuda de los dientes y el hambre no pasa por ellos y esto les basta para perpetuarse innumerablemente.
Ni tanto ni tan calvo. ¿He de suponer que nos quieres mostrar que en el término medio entre calidad y cantidad está la virtud?
ResponderEliminarEstas pobres gentes, víctimas de su ceguera (primero a favor y luego en contra del agrimensor) no podrán medir los extremos para ir a buscar luego el punto medio...