viernes, febrero 26, 2010

El Necropolita - VII




VII



La inesperada aparición de normes máquinas, aquel viernes de verano, conducidas por unos nada indefensos operarios, hicieron a los ojos de Efrén salirse de sus nichos craneales.

«¡Algo está pasando!, ¡esto no es normal!» eran los pensamientos en forma de luces de neón rosa que circulaban por el inexplicable razonamiento de Efrén, entre las chispeantes neuronas violetas y doradas. «¡¡aaaaaaaAAAAGH!!»

Corrió poseído hacia su guarida, cual gato en celo persiguiendo a su gata. «Buen Amo, que nadie se acuerde de Los Antepasados…» rezaba mientras los vasos sanguíneos en su cabeza latían acelerados. «…que a nadie… ¡A NADIE SE LE OCURRA VISITAR LAS TUMBAS!». Se dio cuenta que no sólo rezaba en su mente sino que gritaba en el monte. Estaba aterrado. Sus sienes palpitaban, obligadas por un corazón nervioso y temeroso que bombeaba sangre sin descanso.

Cuando llegó a su escondrijo, entró en un estado de letargo que podría haber durado tanto como el de Syd Barret, famoso explorador del cosmos, que en los años ’60 del siglo pasado recorrió la vía láctea y otros caminos sin necesidad de traje espacial: muy especial. Durante un viaje aterrizó en Catatonia y allí se quedó como un ciudadano Catatónico más.


El descubrimiento no se hizo esperar. A media mañana del lunes, primer día de trabajos, aquellos “responsables” cerveceros que manejaban monstruos de gran calibre, dieron con el hallazgo: un coche enganchado a la descomunal cuchara bivalva que extraía cieno. La pluma depositó el vehículo en el suelo y a medida que se fue vaciando, comenzaron a asomar unas cabezas, y no de clavos precisamente, aunque sí muy grises.

La procesión de cadáveres continuó con 6 ó 7 más hasta el mediodía y el hedor que profería alguno de ellos era, a veces, superior al del cieno extraído. No todos amanecían enteros, por supuesto, el evidente estado de descomposición realmente los descomponía. Además los dientes de la cuchara no eran nada cuidadosos.

Cuando salió la extremidad inferior de un tercer cadáver, el concejal Brotons ya estaba presente. Tanto él como la policía fueron pronto avisados del suceso, pero la noticia no debía llegar a ser noticia. Los ciudadanos NO DEBÍAN OLER(SE) lo que allí había. Y eso no era fácil, aunque la zona ya no tuviese la afluencia de visitantes que tenía antes del calentamiento del planeta, de la extensión del paludismo, malaria y otras enfermedades más allá de los trópicos y de la cantidad de mosquitos que aquel pantano generaba, sobre todo a partir de los meses de marzo y abril.


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El Necropolita - VII by Francisco Marí Coig y Juan Pastor Serrano is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 España License.

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