El Necropolita - III
III
Era lunes, 18 de enero del 2010. Paquito no era lunes, pero sí inquieto, vamos, un culito de mal asiento. Tenía diez años recién cumplidos, ¡todo un niño del 2000!, y ese magnífico lunes de invierno se iba de excursión con el cole al pantano. Cachorrillos de todas las edades formaban el “convoy” hacia la diversión, pensado para aquellos que no esquiaban en la “semana de la nieve”.
Desde lo alto, Efrén, que despertó con el alba su cuerpo y su instinto de supervivencia, no pudo evitar ver toda aquella marabunta de posibles infectos. El miedo se apoderó de su mente a la vez que agudizaba sus sentidos.
Toda la mañana se mantuvo alerta. También durante la comida de los niños. No hizo más que observarlos. Los pequeños comenzaron a desperdigarse, ovejitas inocentes en pastos de Azazel.
Un niño se despistó del grupo. — ¡Dios mío! — se dijo Efrén — Me está buscando. — Sí, Paquito estaba muy enfermo, tosía, estornudaba y soltaba mocos a borbotones. Él lo sabía muy bien. Estaba en fase terminal, de verdad.
Paquito subía y subía, quería ser más alto que nadie. Nunca paraba. Como decía su madre: “le pica el culo y no puede estarse quieto”. Tenía que ver qué se veía desde lo alto.
Efrén lo tenía cerca. El niño trepaba con gráciles saltos cual gazapo. Era como una bomba de relojería andante con un único objetivo… él lo sabía.
— Está muy enfermo, y sufriendo mucho… y quiere, necesita contagiarme. Santa María, madre de Dios, ruega por vosotros pecadores, ahora que es la hora de vuestra muerte ¡¡KABUM!!
El frágil conejillo había sido abatido. Tomando las precauciones necesarias, Efrén arrastró a Paquito hacia su guarida. La cabeza de Paquito no era ni por asomo la del feliz infante que había llegado aquella mañana al pantano, ahora algo viscoso y blanco dejaba un misterioso reguero a modo de siniestras señales de su muerte. Efrén sabía que la expresión de sus ojos revelaba cierto agradecimiento post-mortem, ya que su mirada al cielo en éxtasis no dejaba lugar a dudas. Pese al shock, Efrén era feliz por segunda vez, y no última.
Era la hora de pasar lista y los niños diligentes se disponían en filas. La profesora en prácticas, Matilda, Tenía la ardua labor de hacer un recuento riguroso antes de la partida.
— ¿Dónde está Paquito? —.
— No lo sé, seño. — Dijo una chiquilla más bien entrada en carnes.
Tras echar unos vistazos a los alrededores y comprobar que no había rastro alguno del desaparecido, Matilda sacó la ficha y llamó al móvil de Paquito.
Tiruriruriruriruriru…
Efrén salió de sus pensamientos con un súbito sobresalto. Un teléfono. Una grieta en su realidad amenazaba con abrirse, pero el inconsciente de Efrén era ahora el órgano en el que se habían delegado todas las potestades de pensamiento racional de tal forma que las ideas que se le ocurrieron a continuación parecieron surgir en él por inspiración divina.
Cogió el teléfono. — ¿Sí?. —.
— Umm, ¿quién es usted? ¿No es el móvil de Paquito? —.
Efrén dudó unos instantes. Al cabo, su boca se movió.
— Sí, soy su padre, está castigado, le he dado su merecido. —.
— No sea así, hombre, pero si él estaba con nosotros ¾ dijo profundamente sorprendida.
— Pues hace un rato que a aparecido por casa. Hablaré muy seriamente con la dirección sobre su comportamiento negligente, señorita. —.
TUUUUUUUUT…
Efrén reconoció al instante cuál era el sendero que había de seguir, la salvación debía llegar a todos aquellos que Dios le enviaba.
A las cinco de la tarde el moderno autobús del colegio arrancó. Dentro de él, varias cabecitas inquietas fermentaban el caldo de contaminación que sin duda les llevaría a la muerte. «¡Santo Dios, no se daban cuenta de que estaban condenados!».
A las cinco y siete minutos de la tarde el autobús lleno de niños se salió de la carretera. Alguien había colocado una enorme cantidad de piedras en el recodo de una curva. Ahora el autobús yacía en el fondo del barranco, del que emergían gritos desgarradores de angustia. Efrén sentía tanta lástima que bajó para acabar con el sufrimiento de los que aún se retorcían bajo los hierros.
Con lágrimas en los ojos, y ante las esperanzadas miradas de algunos chiquillos que le rogaban, sacó el mechero y prendió fuego al charco de combustible que había junto al vehículo. Luego se quedó un buen rato, hasta que sólo el resplandor de la hoguera recordó que aquello era un atardecer.
El Necropolita - III by Francisco Marí Coig y Juan Pastor Serrano is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 España License.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarEs legal escribir eso? Lo peor es que recuerdo cómo nos partimos el culo diseñando cuidadosamente la escena final del autobús trotador
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