La atribulación
El éxodo fatal de Los Atribulados nunca llegó a registrarse en los pergaminos. Su referencia nos ha llegado por tradición oral de abuelos a nietos y presumimos que seguirá transmitiéndose a las nuevas generaciones sin la necesidad artificiosa de la pluma y el papel. Los sabios discuten el período histórico en que tuvo lugar, pues de tanto narrarse aparecen supuestos anacronismos que quizá se añadieron con el paso de los siglos y las culturas, pero coinciden en lo fundamental: el hecho ocurrió verdaderamente.
La pequeña horquilla de catorce siglos arriba o abajo no ha desmerecido la importancia y trascendencia del suceso: que fuera antes o después de Gilgamesh no cambia las cosas. Claro que las pláticas de Epícteto no pueden ser anteriores a las tragedias de Esquilo, ni puede haber Summa Teologica sin pasar primero por Al Farabí, pero debemos dejar a un lado lo circunstancial, pasto de hermeneutas.
Así nos llegó a nosotros:
… como un furibundo torbellino de fuego que emerge de las entrañas de la tierra, la sequía inundó la ciudad y ahogó los aljibes. Los animales de tiro se quedaron sin pastos y los huesos marcaron sus carnes, a lo que siguió la inanición de los hombres. Los partos eran de muerte, las fosas comunes a todos.
El Anciano del clan apuntó con su cayado al Norte. Partieron. Atavío de cantimploras, mantas, pieles, fueron el escaso ato que cada uno podía portar consigo. Mil leguas anduvieron sin tregua, mil parajes pisaron sus sandalias, mil soles registraron sus ojos. Los que iban pereciendo no recibían otra sepultura que la del viento y los rigores de la intemperie; allí donde caían quedaban, de modo que algún día sirvieran de hito para el camino de vuelta. El desierto había amerado demasiadas geografías en derredor de la aldea y parecía que nunca tendría fin. Los días secaban las gargantas y las noches frías quebraban los huesos. La desesperación se hizo en ellos como en el escarabajo que queda panza arriba y agita las patas y no puede girarse y acaba por fallecer extenuado.
A los mil días unos pocos quedaban, ya sin agua ni víveres ni fuerzas, remontando dunas como olas, tragando arenas como aguas saladas, venciendo vientos: náufragos en el inmóvil mar de arena, sin más avistamientos que la resulta de su propio delirio y alucinación. Escorado el ánimo, preparados para que la muerte bebiera de ellos, se detuvieron en una sima rocosa que sucintamente afloraba como una pequeña isla yerma.
-Aquí presiento la señal de nuestro avatar, aquí acamparemos.- anunció El Anciano ya sin voz.
El Sol acabó su rueda. Las estrellas dibujaron daguerrotipos de dioses en el cielo y el frío reanudó su máquina. Algunos intuyeron que sería su última noche y decidieron no cubrirse con las mantas para acortar la agonía, miraron fijamente a los ojos a la Luna y juraron, sin odio, que El Tiempo vengaría aquella afrenta del destino fundiendo el Tártaro y La Bóveda en un solo mundo de aberración y caos.
Furtar, hijo de Tamed, hermano de Lorae y Rumaad, se había hecho el dormido. Sigilosamente cogió los pocos alimentos que les quedaban y el agua y comenzó a huir sin hacer ruido. Pero cuando no había dado ni siete pasos El Anciano le sorprendió:
-¿A dónde vas, Furtar, hijo de Tamed, hermano de Lorae, Etabel y Rumaad?-
Furtar improvisó una respuesta:
-Me pareció oír el ruido de aguas desgastando rocas en un río y pensé en llegar hasta él para luego volver e indicaros el camino.
El Anciano leyó la mentira en el dubitar de sus ojos, y le dijo:
-Puedes irte.
Furtar se dio la vuelta dispuesto a partir, pero inmediatamente notó que El Anciano sabía la verdad de sus intenciones y que por algún extraño motivo lo dejaba marchar. Entonces se sinceró e intentó justificarse:
-Somos demasiados. A penas nos quedan alimentos y el agua que tenemos se puede beber de un trago: si seguimos juntos moriremos todos en la infinita arena.
-Puedes irte.- volvió a responder El Anciano. Pero Furtar seguía sin comprender:
-Os he robado en la noche, mientras dormíais, os he traicionado ¿por qué me dejas marchar con el poco pan y la poca agua que os quedaba?
A lo que El Anciano sentenció:
-También se acopian de víveres los muertos.
Furtar, hijo de Tamed, hermano de Lorae y Rumaad, se fue y se lo tragaron la noche y el desierto. El Anciano volvió a su sitio y volvió a dormirse, sabedor que ni él ni nadie sobreviviría un día más.
Pero en mitad de la noche un temblor inhumano los despertó y se miraron unos a otros con los rostros espantados:
-¡Es el rumor de La Muerte que viene presurosa en su Carro de Cántaros tirado por Los Peces Alados, nos llevará por fin al confín de la vida! – habló El Anciano extasiado.
De repente vieron que los granos de arena empequeñecían y se amalgamaban, que el horizonte se alargaba, que el cielo se les venía encima: porque fue que la sima de roca era el lomo de un elefante que emergía entonces de la arena y se erguía , del tamaño de mil elefantes, fue que sus colmillos apuntaron al norte y dirigió a Los Atribulados con zancadas de gigante hasta las llanuras de fértil verdor que bañaban los ríos del Septentrión, allí articuló sus rodillas anteriores y les dispuso la trompa para bajar, después marchó y se difuminó entre montañas…
…y fue que en aquel lugar la naturaleza les brindó desde entonces sus viandas…
Se sabe que sus hijos tuvieron hijos y que los hijos de éstos también, pero su estirpe se perdió en las genealogías de los tiempos como mil ramas de árboles se bifurcan en las alturas buscando los firmamentos y como mil raíces se dividen en las entrañas de la tierra indagando los orígenes.
También se sabe que nadie quiso volver, pero esta parte resulta inverosímil pues de algún modo la leyenda traspasó el infinito desierto para llegarnos. En algún momento algún hombre necesariamente desandó el camino y pudo narrar la historia. Hoy los arqueólogos y paleógrafos desmantelan los desiertos a la busca de los cadáveres que se cobró el camino y de la sima de piedra y de las huellas que el desaforado elefante debió imprimir en el suelo. El lugar sigue secreto. Algunos dicen que su tecnología es muy superior a la nuestra y que han decidido no interferir, pero temen los primatólogos que aquella civilización sufrió involución y que los monos del África Oriental son su lejana descendencia, que quizá el destino nos depare un futuro horrendamente simiesco.
(Nota del editor: parece ser que se ha perdido la primera parte de la historia, donde probablemente se referían los exabruptos cometidos por aquel poblado que en consecuencia mereciera la terrible saña de los elementos. Dicen los eruditos en filosofía de la historia que se pierde así todo afán moralista, pero olvidan que en tal caso la leyenda no habría podido perpetuarse. Yo sugiero que esa primera parte de la historia nunca existió porque la aldea no cometió desmán alguno, que simplemente el pueblo incurrió en la inacción, tan reprobable como los demás delitos: yo sugiero que la historia empieza con el torbellino de fuego y que la carga moral permanece terroríficamente intacta).
La pequeña horquilla de catorce siglos arriba o abajo no ha desmerecido la importancia y trascendencia del suceso: que fuera antes o después de Gilgamesh no cambia las cosas. Claro que las pláticas de Epícteto no pueden ser anteriores a las tragedias de Esquilo, ni puede haber Summa Teologica sin pasar primero por Al Farabí, pero debemos dejar a un lado lo circunstancial, pasto de hermeneutas.
Así nos llegó a nosotros:
… como un furibundo torbellino de fuego que emerge de las entrañas de la tierra, la sequía inundó la ciudad y ahogó los aljibes. Los animales de tiro se quedaron sin pastos y los huesos marcaron sus carnes, a lo que siguió la inanición de los hombres. Los partos eran de muerte, las fosas comunes a todos.
El Anciano del clan apuntó con su cayado al Norte. Partieron. Atavío de cantimploras, mantas, pieles, fueron el escaso ato que cada uno podía portar consigo. Mil leguas anduvieron sin tregua, mil parajes pisaron sus sandalias, mil soles registraron sus ojos. Los que iban pereciendo no recibían otra sepultura que la del viento y los rigores de la intemperie; allí donde caían quedaban, de modo que algún día sirvieran de hito para el camino de vuelta. El desierto había amerado demasiadas geografías en derredor de la aldea y parecía que nunca tendría fin. Los días secaban las gargantas y las noches frías quebraban los huesos. La desesperación se hizo en ellos como en el escarabajo que queda panza arriba y agita las patas y no puede girarse y acaba por fallecer extenuado.
A los mil días unos pocos quedaban, ya sin agua ni víveres ni fuerzas, remontando dunas como olas, tragando arenas como aguas saladas, venciendo vientos: náufragos en el inmóvil mar de arena, sin más avistamientos que la resulta de su propio delirio y alucinación. Escorado el ánimo, preparados para que la muerte bebiera de ellos, se detuvieron en una sima rocosa que sucintamente afloraba como una pequeña isla yerma.
-Aquí presiento la señal de nuestro avatar, aquí acamparemos.- anunció El Anciano ya sin voz.
El Sol acabó su rueda. Las estrellas dibujaron daguerrotipos de dioses en el cielo y el frío reanudó su máquina. Algunos intuyeron que sería su última noche y decidieron no cubrirse con las mantas para acortar la agonía, miraron fijamente a los ojos a la Luna y juraron, sin odio, que El Tiempo vengaría aquella afrenta del destino fundiendo el Tártaro y La Bóveda en un solo mundo de aberración y caos.
Furtar, hijo de Tamed, hermano de Lorae y Rumaad, se había hecho el dormido. Sigilosamente cogió los pocos alimentos que les quedaban y el agua y comenzó a huir sin hacer ruido. Pero cuando no había dado ni siete pasos El Anciano le sorprendió:
-¿A dónde vas, Furtar, hijo de Tamed, hermano de Lorae, Etabel y Rumaad?-
Furtar improvisó una respuesta:
-Me pareció oír el ruido de aguas desgastando rocas en un río y pensé en llegar hasta él para luego volver e indicaros el camino.
El Anciano leyó la mentira en el dubitar de sus ojos, y le dijo:
-Puedes irte.
Furtar se dio la vuelta dispuesto a partir, pero inmediatamente notó que El Anciano sabía la verdad de sus intenciones y que por algún extraño motivo lo dejaba marchar. Entonces se sinceró e intentó justificarse:
-Somos demasiados. A penas nos quedan alimentos y el agua que tenemos se puede beber de un trago: si seguimos juntos moriremos todos en la infinita arena.
-Puedes irte.- volvió a responder El Anciano. Pero Furtar seguía sin comprender:
-Os he robado en la noche, mientras dormíais, os he traicionado ¿por qué me dejas marchar con el poco pan y la poca agua que os quedaba?
A lo que El Anciano sentenció:
-También se acopian de víveres los muertos.
Furtar, hijo de Tamed, hermano de Lorae y Rumaad, se fue y se lo tragaron la noche y el desierto. El Anciano volvió a su sitio y volvió a dormirse, sabedor que ni él ni nadie sobreviviría un día más.
Pero en mitad de la noche un temblor inhumano los despertó y se miraron unos a otros con los rostros espantados:
-¡Es el rumor de La Muerte que viene presurosa en su Carro de Cántaros tirado por Los Peces Alados, nos llevará por fin al confín de la vida! – habló El Anciano extasiado.
De repente vieron que los granos de arena empequeñecían y se amalgamaban, que el horizonte se alargaba, que el cielo se les venía encima: porque fue que la sima de roca era el lomo de un elefante que emergía entonces de la arena y se erguía , del tamaño de mil elefantes, fue que sus colmillos apuntaron al norte y dirigió a Los Atribulados con zancadas de gigante hasta las llanuras de fértil verdor que bañaban los ríos del Septentrión, allí articuló sus rodillas anteriores y les dispuso la trompa para bajar, después marchó y se difuminó entre montañas…
…y fue que en aquel lugar la naturaleza les brindó desde entonces sus viandas…
Se sabe que sus hijos tuvieron hijos y que los hijos de éstos también, pero su estirpe se perdió en las genealogías de los tiempos como mil ramas de árboles se bifurcan en las alturas buscando los firmamentos y como mil raíces se dividen en las entrañas de la tierra indagando los orígenes.
También se sabe que nadie quiso volver, pero esta parte resulta inverosímil pues de algún modo la leyenda traspasó el infinito desierto para llegarnos. En algún momento algún hombre necesariamente desandó el camino y pudo narrar la historia. Hoy los arqueólogos y paleógrafos desmantelan los desiertos a la busca de los cadáveres que se cobró el camino y de la sima de piedra y de las huellas que el desaforado elefante debió imprimir en el suelo. El lugar sigue secreto. Algunos dicen que su tecnología es muy superior a la nuestra y que han decidido no interferir, pero temen los primatólogos que aquella civilización sufrió involución y que los monos del África Oriental son su lejana descendencia, que quizá el destino nos depare un futuro horrendamente simiesco.
(Nota del editor: parece ser que se ha perdido la primera parte de la historia, donde probablemente se referían los exabruptos cometidos por aquel poblado que en consecuencia mereciera la terrible saña de los elementos. Dicen los eruditos en filosofía de la historia que se pierde así todo afán moralista, pero olvidan que en tal caso la leyenda no habría podido perpetuarse. Yo sugiero que esa primera parte de la historia nunca existió porque la aldea no cometió desmán alguno, que simplemente el pueblo incurrió en la inacción, tan reprobable como los demás delitos: yo sugiero que la historia empieza con el torbellino de fuego y que la carga moral permanece terroríficamente intacta).
"el frío reanudó su máquina..."joder qué pedazo de escalofrío de terror me ha entrado
ResponderEliminarSí, es pavorosa la imagen visual del Dr. Frío en un laboratorio accionando poleas y engranajes para fabricar helor a los humanos. Pero a mí la frase que más me sobrecoge es la que viene un poco después: "También se acopian de víveres los muertos". Creo que encierra una belleza siniestra y del todo inasible. En realidad, confieso que una parte del texto la forcé con tal de encajar dicha frase.
ResponderEliminar